Algo se ha hecho en el pelo Lola, la alberguera, que parece aún más joven. «Pois un compañeiro teu botoume dez anos máis nunha reunión que tivemos en Samos», se queja entre risas. Lola se las sabe todas del albergue de Ribadiso, uno de los últimos en cerrar sus puertas en España cuando las peregrinaciones a Santiago fueron para abajo -y prácticamente desaparecieron- y uno de los primeros en abrirlas cuando el ex conselleiro Vázquez Portomeñe se empeñó -Dios se lo pague- en organizar eso que ahora se llama Xacobeo.
Porque ella está desde el principio, cuando era poco más que una jovencita, y ha aguantado de todo, desde a algún cretino despistado hasta los temporales como los de diciembre pasado en los que el río Iso se desbordó e inundó la entrada. Sí, se las sabe todas, pero eso no la ha endurecido ni amargado: ama al albergue como si fuera uno más en su familia, feliz la mujer con un hijo estudiando en Lugo y otra en el instituto aferrada a los libros.
Ribadiso es, digámoslo ya, una mínima aldea dentro del Camino Francés. Como núcleo de población, cero. Como enclave bonito, histórico y simbólico, un diez. Y es que a veces merece la pena reflexionar sentado en el pretil del puente. Y si el ser humano tuviera la capacidad de ver el pasado, contemplaría que desde la Edad Media, justo por ese punto, no cesaron de pasar peregrinos hasta bien entrado el siglo XX, y retomaron la senda los hijos de sus hijos a partir de los setenta.
Millones de personas han estado en Ribadiso. El lugar tiene su pedigrí. Para empezar, se hallaba en una vía romana y se especula con gran fundamento que el puente es el más antiguo de Galicia. Esas cosas son siempre relativas, ya que alguien puede aparecer con un dato que demuestre que no, que existe otro unos meses o años más viejo, pero de lo que se trata es de valorar lo que se tiene ante los ojos. Lo decía Suso, de Oroso (A Coruña), uno de los muy escasos peregrinos que están pernoctando estos días ahí (hay jornadas de cero absoluto, así están las cosas en el Camino): «É un lugar marabilloso».
Lola lo sabe. También Ana, la de los rizos, la otra alberguera que se ha unido al Camino hace poco más de un año. Cuando una y otra se juntan este parece el enclave de las sonrisas. Quizás para poner un bello contrapunto a las fatigas de los peregrinos que siguen buscando Compostela.
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¡BIENVENIDO, PEREGRINO! No es cierto que la arquitectura actual se tenga que hacer a costa de elementos constructivos del pasado. La recepción constituye un buen ejemplo.
PARA RELAJARSE. A casi un kilómetro del albergue, siguiendo el curso del río Iso aguas abajo, se extiende un área recreativa de grandes dimensiones, sin basura por el suelo como sucede en otros casos y, además, con amplio aparcamiento y de esas que debe calificarse como para toda la familia.
MÁS DE LO MISMO (POR SUERTE). Los servicios, siempre limpios.
LA SOLEDAD ELEGANTE. No hay apenas caminantes que paren estos días en Ribadiso. Pero, aun así, Lola (en la foto) y Ana acuden todos los días a mantener el albergue en perfecto estado, esperando la avalancha de Semana Santa.
ESTO ERA UN PAJAR. La capilla de la Madanela, en el sigo XXI convertida en un centro de actividades culturales y sociales, empezó en el siglo XX convertida en un discreto y casi abandonado pajar, ni más ni menos.
A LA SOMBRA PROTECTORA DE SAN ANTONIO
El negocio de los plateros
Hay cosas que se saben y hay cosas que se ignoran: lo seguro es que por aquí, por Ribadiso, pasaba la ruta que iba desde Santiago hasta el Lugo actual. O sea, una vía romana. Así que, cuando comenzaron a pasar los devotos del Apóstol, se levantó en Ribadiso el hospital de San Antonio, cuya misión era la misma que la de todos los cientos si no miles de hospitales extendidos por Europa adelante: acoger a los caminantes, darles techo y frugal comida, y permitirles reponerse de sus fatigas. Sobretodo aquellos que como Teobaldo y Gualterio llegaron a Compostela desde el corazón de la Germania en el siglo X... y descalzos. Eso sí que es fe.
El hospital de San Antonio se hallaba al principio a cargo de unas religiosas franciscanas y más tarde pasó a ser administrado por la cofradía de los plateros de Santiago.
La historia dice que en 1523 se le aforó el conjunto de edificios a un ciudadano llamado Rodrigo Sánchez de Boado, natural de Rendal, una aldea arzuana cercana, a quien se le pusieron desde el principio las cosas claras: «E aveys de tener las dichas casas del ospital llevantadas e reparadas, e camas e ospitalero en ellas que acoja a los peregrinos que al dicho ospital vinieren e les haga toda caruidad».
Porque los plateros eran creyentes, claro está, pero también inteligentes: necesitaban población transeúnte en Santiago con el fin de poderle vender sus obras y ganarse la pitanza. El texto, por cierto, se puede leer allí en un panel, y el original completo lo custodia la Universidad de Santiago de Compostela.
Enlace con un fragmento del reportaje periodístico (Cristóbal Ramírez) y fotográfico (manuel Marras) publicado en lavozdegalicia.es Las fotografías y textos son reproducidos de la edición impresa del suplemento "Los Domingos de La Voz de Galicia" (páginas 18, 19 y 20) del día 24/01/2010
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