Solo dos escoceses fueron los que se atrevieron a seguir la angosta ruta original, donde los bastones en los que se apoyan los caminantes quedaban enterrados en la nieve blanda. La mayoría de los peregrinos escucharon el consejo de los vecinos y ascendieron, poco a poco, hacia Hospital, donde el albergue estaba cerrado por obras, por la carretera despejada por las máquinas quitanieves.
Pero ni el viento, la lluvia o el frío que heló la cara de Ryosuke al atravesar el alto de O Poio, el cielo del Camino Francés a su paso por Galicia, han impedido que este sea uno de los eneros santos en los que los hospederos de los veinte albergues públicos (todos abiertos menos dos) que hay en esta ruta han alojado a un mayor número de gente en los tres primeros días del año.
Fue ahí, en O Poio, donde una mujer mayor preguntó a Ryosuke en una mezcla de idiomas: «¿De dónde eres, de Corea?». Es que estos días, decenas de coreanos, un Estado en el que el 12% de la población es cristiana católica, viajaron hasta la ruta francesa para comenzar el año. Existen incluso tours preparados para venir a Santiago.
En la madrugada del domingo, un grupo de 27, el más numeroso que atraviesa estos días la vía, hizo noche en Arzúa. Ese mismo día, otros cuatro compatriotas lo hicieron en Melide, donde la reparación del albergue ha obligado a improvisar 37 camas en el palacio de congresos.
Un día antes, otra decena de personas de varias nacionalidades pasaron la noche en la hospedería del monasterio de Samos, bajo un techo que reproducía la Creación de Miguel Ángel a medio pintar. Ahí descansó Ryosuke, después de buscar con sus compañeros un lugar en el que cenar algo caliente. No lo hallaron.
Aunque los primeros peregrinos son más que otros años, todavía son muy pocos en comparación a la avalancha que aguardan los que viven a la sombra del Camino a partir de marzo. Porque el primer mes es flojo. Recuerda los tiempos en los que la infraestructura era mínima, como en el primer Xacobeo de 1993. Enero es cuando aprovechan muchos locales de hostelería y albergues privados para cerrar por vacaciones.
Es lo que hicieron en Portomarín, donde únicamente dos de los restaurantes y bares del pueblo estaban abiertos el sábado. Después de que los peregrinos que habían pasado la noche allí abandonaran la villa, esta se volvió un desierto, un lugar fantasma en el que únicamente se oía el eco de la nada rebotando en las piedras numeradas de la iglesia románica de San Xoán. «Aquí, no verán veñen ao día por aí unhas 3.000 persoas», cuenta el dueño de la única tienda de recuerdos que está abierta. A su alrededor, se veía un cúmulo de verjas echadas.
Enlace con la noticia publicada en La Voz de Galicia (edición de Santiago de Compostela) del día 04/01/2010-
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